“¿Qué quiso hacer Bitar?”, se pregunta Pablo Katchadjian en la contratapa de La leyenda del muñeco de nieve (Editorial Marciana, 2022), la nueva novela de Francisco Bitar (Santa Fe, 1981). Una pregunta clave, que en algún momento de la lectura de este libro surge, inevitablemente. Katchadjian aventura una respuesta (“no quiso hacer nada, y por eso el libro hizo lo que quiso”), destaca el hecho de que Bitar ─dice─ haya abandonado el libro a su suerte, y de que no se pueda exponer la intención del autor. Yo no sé si se puede (o no) exponer la intención del autor pero lo que sí creo que se puede ─y, a riesgo de errarle olímpicamente, habría que hacer, porque el libro así lo exige─ es intentar, más allá de la reseña, una lectura.

Por empezar, habría que decir que el libro se divide en dos partes: “La preparación” y “La leyenda”. La primera parte, “La preparación”, gira en torno a un muñeco de nieve que empieza siendo algo genérico y se va tornando cada vez más específico (más singular, más vivo), mientras que la segunda parte, “La leyenda”, conformada por cuarenta y un bloques breves divididos en seis partes, cuenta la historia de Wakefield (un hombre llamado Wakefield que se va de su casa y se aleja de su familia).

Pero eso no es todo. En la segunda parte, hacia el final, hay algo que rompe con la estructura (con lo previsible de la estructura) y pone en duda lo que uno, lector, puede llegar a considerar que está entendiendo hasta el momento (si es que hay algo que entender en esta novela). Es una inserción breve, de pocas páginas, que está fechada, de 1970 a 2010, y cuenta otra historia, con otros personajes, desde otro narrador con otro tono y otro registro. Esta zona del libro va de Santa Fe a Buenos Aires; tiene una impronta que, basta conocer apenas unos pocos datos biográficos de Bitar, para que a uno le suene autorreferencial; y así como irrumpe y narra, en pocas páginas, ciertos hechos, desaparece, dejando lugar a la última parte de la historia de Wakefield.

A partir del “¿Qué quiso hacer Bitar?” de Katchadjian, me pregunto: ¿Por qué Wakefield? ¿Por qué Bitar decide hoy, aquí y ahora, en 2022, rescatar a Wakefield, retomarlo y emprender, a su modo, una reescritura del clásico de Hawthorne? ¿Es una reescritura? ¿De qué se trata todo esto? ¿Podría pensarse como lo que queda afuera del recorte del cuento de Hawthorne? ¿Podría ser considerado como la preparación del cuento de Hawthorne? ¿Es una precuela? ¿Es un camino alternativo al camino tomado por el Wakefield de Hawthorne? ¿Este Wakefield es el mismo Wakefield de Hawthorne o es otro Wakefield? Preguntas difíciles de responder. Nada en este libro parece ser tan sencillo, tan evidente.

Quizá, para echar algo de luz, haya que retroceder en el tiempo algo más de un siglo. “¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas!”, exclama en un momento el narrador de Wakefield, el cuento que Hawthorne. “Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad”. Quizá ahí haya algo, una posible pista. Bitar, por lo pronto, cumple el deseo del narrador del cuento de Hawthorne: escribe un libro contando la historia de Wakefield, de un hombre llamado Wakefield. Y si hay una reseña posible para este libro quizá esté ahí. Echando mano a las palabras del narrador del Wakefield de Hawthorne, podríamos decir que este libro de Bitar ilustra cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad.

Pero, como decía, si más allá de la reseña hubiera que arriesgar una lectura (y creo que como para no apelar solamente a referencias literarias, a frases que parecen decir mucho pero no dicen demasiado, y como para no decir, tampoco, que esta es una novela experimental ─que lo es─ y ya, como para no decir solo eso, habría que hacerlo, pienso, habría que arriesgar una lectura), en una línea, diría que, en sintonía o no con las intenciones de su autor, tal vez esta sea una novela sobre la paternidad.

Digo esto porque en las tres zonas del libro se destacan tres personajes: tres hombres que, no casualmente, me parece, son tres padres. En la primera parte, la del muñeco de nieve, hay un padre presente, un padre que está ─y permanece─ cerca de su familia; en la segunda parte tenemos a Wakefield (nada más y nada menos que un hombre llamado Wakefield), que resulta ser un padre que decide alejarse de su familia; y en la zona fechada, la que se juega entre Santa Fe y Buenos Aires, hay un padre que está en un punto medio entre el padre presente y el padre ausente (un padre que se va y vuelve para volver a irse).

Visto desde ahí, este podría ser un libro que plantea diferentes modos de ejercer la paternidad a lo largo de las generaciones, en diferentes épocas y lugares. O bien, al menos, un libro que plantea tres paternidades posibles, tres modos de (siendo uno padre) estar o no-estar.

Ya sea que este libro trate acerca de eso (de los modos de ejercer la paternidad; de estar y no estar; de estar y, gradualmente, dejar de estar, desvanecerse, derretirse ─como, en algún momento, tarde o temprano, se derrite, siempre, un muñeco de nieve─ y desaparecer) o ya sea que trate sobre cualquier otra cosa (sobre las consecuencias del paso del tiempo en el cuerpo o sobre los modos de vivir la enfermedad o sobre los modos de agonizar o de morir o de cómo es ─cómo podría llegar a ser─ estar muerto, ya sea un libro que trate sobre algo ─todo o nada─ de eso o bien sea un libro que trate sobre los destinos prefijados o sobre el eterno retorno al lugar de origen o sobre la eterna tensión entre el pueblo y la gran ciudad o sobre cómo, a lo largo de los siglos y las generaciones, todas las familias se parecen mucho, siempre, en ciertos dramas), es decir, sea o no ésta una novela sobre la paternidad, lo que sí parece un hecho es que el libro logra generar un efecto.

Un efecto que podría pensarse a partir de dos elementos vinculados: la fantasía y el nombre. Si, al igual que sucede con el cuento de Hawthorne, un siglo y medio más tarde, hoy, la novela de Bitar funciona, quizá sea porque toca una fibra que nos atraviesa a todos, una fibra que activa una fantasía que, a grandes rasgos, podríamos denominar del siguiente modo: irse, desaparecer y, a la vez, asistir, uno, de alguna manera, a su propia ausencia.

Bitar logra (empieza a lograr) el efecto con algo tan simple como un nombre. Un nombre singular ─Wakefield─ que remite a esa fantasía. Esa es la piedra angular. Ahí, en ese punto, se apoya este libro. Ahí se sostiene y empieza todo: habiendo uno, lector, leído ese nombre (Wakefield) uno ya está del otro lado del espejo.

Katchadjian, por otro lado, hay que decirlo, tiene razón: pareciera que Bitar abandona el libro a su suerte. Da la sensación de que deja, en algún punto, que el libro se escriba solo. De que tiene la suficiente confianza (confianza en él mismo, como escritor) como para dejar que el libro haga lo que quiera hacer. Plantea, inicialmente, un escenario y un conflicto, sí, dispone una serie de elementos y pone en marcha la escritura, pero da la sensación de que, llegado un punto, humildemente, Bitar da un paso al costado y cede el protagonismo a los verdaderos protagonistas: los personajes de la novela.

En ese plan, de lo clásico a lo experimental (de modos clásicos de narrar a formas de estructurar más bien experimentales), Bitar hace notar su triple condición de narrador, poeta y ensayista. Parece novelar navegando entre la poesía y el ensayo. Sin perder nunca el timing narrativo, despliega un nivel de exposición y argumentación que por momentos lo acercan al ensayo, y, a partir de una escritura que apela a los sentidos (este es un libro plagado de sonidos y texturas), demuestra una sensibilidad y una capacidad para crear y transmitir experiencias dignas de un poeta.

En ese sentido, con este libro Bitar no solo consolida su proyecto de escritura sino que además deja a las claras que así como las traducciones son necesarias, así como cada tanto hay que volver a traducir para hacer legibles ciertos textos a las nuevas generaciones, lo mismo sucede con las reescrituras. Cada tanto, parece decir Bitar con este libro, hay que reescribir, porque las reescrituras son una fuente inagotable de inspiración, porque hay fantasías que atraviesan siglos, que no caducan, y porque lo nuevo, paradójicamente, quizá esté ahí.

Reseña publicada originalmente en El Diletante.